Nacer con desventajas ¿Qué posibilidades tiene un chico pobre de terminar la secundaria?

31 de octubre 2024 | La Nación
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Tomás Chamorro limpia la repisa para recibir a un nuevo cliente. Hace tres meses empezó como peluquero en “Lo de Ricky”, una de las barberías más populares de La Cava. “Todos quieren trabajar acá”, afirma con el orgullo de quien siente que tiene algo que muchos desean y él consiguió con solo 17 años. “Algunos piensan que soy un guachín -dice en voz baja, como si no quisiera que alguien lo escuchara-. Pero yo sé cómo encarar los obstáculos de la vida”.

Sentado en una de las sillas giratorias de la barbería, Tomás repasa su cotidianidad. Cuenta que trabaja de martes a sábados de 11 a 20, que de los 7000 pesos que sale cada corte se queda con 5000 y que ya tiene su clientela. La escuela secundaria no entra en la enumeración.

“A mí me iba re bien cuando estudiaba. Me gustaba matemática”, cuenta como si hablara de otra vida. Cuando piensa en sus sueños, lo hace como si fueran de un pasado lejano: “Quería ser contador”, dice.

Tomás creció en ese barrio popular de San Isidro con su abuela Sara, que es costurera, y tres tíos que nombra como hermanos. Dos están desocupados y uno tiene problemas de consumo. Sobre su mamá y su papá prefiere no contar nada.

Aprendió a cortar el pelo en la pandemia, pero se largó a trabajar hace un año, mientras cursaba 5° año. Quería tener su plata y necesitaba colaborar con la economía de su casa. “Venía re bien en el cole, pero empecé en la barbería. Me fue bien, aumenté las horas de trabajo y empecé a faltar. Al final repetí. Mi abuela se re enojó”, relata como quien cuenta una picardía.

Este año lo volvió a intentar. Nueva escuela, pero mismo final: “Dejé”, recuerda mientras saca de una mochila azul sus carpetas. Muestra varias carátulas coloridas con la mayor parte de las hojas en blanco. “Quiero abrir mi propia barbería”, afirma convencido y suelta:

–Igual, la escuela la voy a terminar –promete, pero como un gesto altruista que no tiene nada que ver con su futuro–. Lo voy a hacer por mi abuela”.

La necesidad de trabajar es la principal barrera que tuvo Tomás para seguir en la escuela. Fue el obstáculo que lo sacó del colegio. Como a él, a muchos adolescentes que viven en hogares pobres no les alcanza con tener capacidad y ganas de terminar el secundario. Existen, por lo menos, 12 desventajas propias de crecer en una familia vulnerable que operan como barreras que hacen que los chicos de esos contextos tengan seis veces menos probabilidades de terminar el secundario que alguien que se puede dedicar por completo al estudio.

Esas desventajas son muy variadas, pero todas operan como una carga o ancla que los aleja de las posibilidades de terminar el secundario: saltearse comidas; tener que cuidar a hermanos o limpiar la casa; hacer changas para colaborar con la economía familiar; vivir en casas precarias, sin computadora ni internet; convivir con muchos familiares o hasta amigos, y llegar a tener que compartir la cama con otra persona. Son chicos a los que les cuesta referenciarse en sus padres porque ellos no terminaron la escuela. No los suelen llevar a controles médicos, no van a un club ni hacen actividad física, no leen ni tienen a mano libros, revistas o diarios y viven con solo uno de sus padres.

La identificación de estas barreras y cómo impactan en la escolaridad de los adolescentes es el principal hallazgo de un informe que el Observatorio de la Deuda Social Argentina (ODSA) de la UCA hizo en exclusiva para LA NACION y que toma como base una consulta, representativa de los distintos estratos sociales, a adolescentes.

Lo que denuncia el estudio es que de cada 100 adolescentes que suman todas esas barreras, solo 16 tendrían altas chances de terminar la escuela. En cambio, de 100 adolescentes sin ninguna de estas barreras, 92 completarían el secundario. Los datos del censo de 2022 van en sintonía con esta revelación: mientras que el 93% de los chicos de entre 12 y 17 años están escolarizados, apenas 3 de cada 10 terminan el secundario en tiempo y forma.

Para entender la dimensión del problema basta detallar que en nuestro país hay 923.000 adolescentes de entre 12 y 17 años que viven en hogares pobres y tienen cinco o más de estas desventajas que obstaculizan las probabilidades de terminar el secundario. En otras palabras, hay casi un millón de chicos que empiezan la secundaria con ganas y sueños, y que el contexto en el que viven los saca de carrera.

Los condicionantes de crecer en la pobreza

“Las características propias de vivir en la pobreza son barreras muy importantes para la terminalidad educativa. Si vivís en un barrio que se inunda, no podés ir a la escuela. Lo mismo pasa si vivís hacinado o tenés que compartir cama. ¿Cómo podés descansar o estudiar? El ambiente en el que vivís es poco protector de las condiciones que la escolaridad requiere”, analiza Ianina Tuñón, investigadora del ODSA.

El de estos chicos es un universo con adultos de referencia que por lo general no terminaron el secundario. “Tal vez logren más años de escolaridad que esos adultos, pero en un contexto de baja calidad”, agrega Tuñón en alusión a la falta de internet, computadora o bajo comportamiento lector en sus casas.

Esteban Torre, director del área de Educación de Cippec, explica por qué el clima educativo del hogar es decisivo. “Los padres que solo cuentan con estudios primarios difícilmente puedan ayudar a resolver dudas o problemas escolares. Y es muy probable que tengan empleos precarios y menos ingresos. Eso aumenta las chances de que esos chicos tengan que empezar a trabajar antes de tiempo”, describe el especialista. Una docente del barrio popular Ramón Carrillo, en Villa Soldati, es muy gráfica para explicar lo que afirman los especialistas.

Compara la escolaridad en el barrio con una carrera de obstáculos. “A partir de 3° año, la mayoría estudia y trabaja, ya sea porque hace changas o porque cuida a sus hermanitos cuando los padres trabajan. Todo el tiempo te preguntan el sentido de hacer ese doble esfuerzo. La respuesta más frecuente que se les da es: ‘Porque hasta las empresas de limpieza piden el secundario’. Y te miran como diciendo: ‘¿En serio es ese el horizonte?’”, cuenta. “Es un horizonte poco alentador para impulsarlos a seguir”.

Quien habla es Natalia Brinatti, coordinadora pedagógica del Instituto Parroquial Virgen Inmaculada, que funciona en ese barrio. “Las escuelas salimos a competirle al barrio en desigualdad de condiciones. Les damos cariño y contención, mientras que la villa les promete otros caminos para ganar plata: desde una changa hasta el narcomenudeo”, sostiene la docente. Agrega que, por lo general, cuando abandonan la escuela, no lo hacen de un día para el otro: “Se van desenganchando de a poco, hasta que un día dejan”.

“Es difícil estudiar para alguien como yo”

Manu acerca una reposera y se sienta. “Esta es mi silla gamer”, bromea y estira el brazo para encender la PC usada que se compró el verano pasado, después de una changa que hizo como albañil. El logo azul de Windows queda congelado en el monitor. Manu espera un rato, se impacienta y la apaga.

No tiene tiempo: tendrá que hacer la tarea con el celular. En un rato debe ir a trabajar al local de comida rápida que lo empleó. Esta semana, le toca trabajar hasta tarde. Termina a las 10 de la noche. A la escuela entra a las 8 de la mañana. “Me está costando levantarme, estoy cansado. Pero no me falta casi nada”, se anima.

Manuel Sosa es un adolescente de 18 años que está en 5° año en el Virgen Inmaculada. Mientras baja la escalera caracol de la casa que comparte con su mamá en uno de los tantos pasillos del barrio, cuenta que le gustaría comprarse una computadora más ágil. Pero aunque trabaja desde los 17, lo ve difícil: todos los meses le da más de la mitad del sueldo a su mamá, que es empleada doméstica.

Manu sueña con seguir estudiando. “Desde chiquito dije que quería estudiar medicina, pero ahora crecí y veo que es difícil trabajar y sostener los estudios para alguien que viene de donde vengo yo. Así que estoy pensando en ser enfermero o profe de educación física, aunque no sé si es lo que quiero. Estoy dudando de todo”, reconoce.

Camino a la parada de colectivos, cuenta que nunca le costó estudiar y que, si bien su mamá trabaja todo el día, se siente acompañado y contenido por ella y por la escuela. “En el colegio te hacen sentir que les importás como ser humano. Sos mucho más que un apellido. Además tiene un club. Yo practiqué muchos deportes y ahora, cuando los horarios me lo permiten, sigo yendo pero a ayudar. Quiero darle a otros lo que me dieron a mí. Ahí siempre dicen que un chico más en el club es un chico menos en la droga”, explica.

Desde hace 10 años, Manu vive en Villa Soldati. En esta década dice que conoció a muchos chicos con todo el potencial, pero nada de oportunidades. “En el barrio es complicado seguir los sueños. Muchos pibes están en la calle o trabajan con el carro. Ellos no tuvieron una posibilidad real de estudiar. Otros trabajan y estudian, pero es complicado. Si tenés que estudiar para una prueba que tenés al día siguiente, pero ese día trabajás hasta la noche, se hace muy difícil”, sostiene, y parece que hablara más de él que de su entorno. “Estaría bueno que el Estado o alguien piense en esos chicos”, concluye.

Reproducir lo que se vive en la casa

Tener oportunidades a través de la educación es un valor reconocido por la mayor parte de nuestra sociedad. De hecho, el 67% de los argentinos consideran que una educación de calidad es un vehículo para salir de la pobreza. Esta cifra, que surge de una encuesta de opinión pública de Voices! hecha en exclusiva para LA NACION, aumenta en 10 puntos porcentuales cuando la que responde es una persona del sector ABC1. “Los segmentos más bajos valoran en primer lugar el acceso a un trabajo formal, pero es claro que ambas cosas están conectadas”, considera Constanza Cilley, directora de la consultora.

Cilley agrega que en los estudios cualitativos de la investigación se vio con claridad que la no finalización de los estudios secundarios es, en los sectores de más bajos recursos, una herida abierta que se reactualiza ante la falta de oportunidades. “Por eso, es frecuente la idea de que quieren que sus hijos terminen de estudiar, algo que se vive con orgullo y mucha satisfacción cuando se logra”, sostiene la especialista.

El Instituto Virgen Inmaculada es una secundaria parroquial de cuota cero, una de las cinco de su tipo en toda la ciudad de Buenos Aires. Se ubica en el barrio Ramón Carrillo, dentro de Villa Soldati, que cuenta con una salita. Los medios de transporte son escasos: el premetro y la línea 46 de colectivos. En sus calles de asfalto, las casas se amontonan y se superponen, alternando con algunos comedores y espacios comunitarios.

“La mitad del alumnado de nuestro secundario de adultos dice que quiere terminar sus estudios para conseguir un mejor trabajo. La otra mitad, para poder exigirles a sus hijos que terminen los estudios”, explica Brinatti. “Pero a veces falta red. El barrio está compuesto, principalmente, por familias muy trabajadoras. Hay muchos migrantes y también mujeres solas con hijos que llegan tal vez escapando de situaciones de violencia o de consumo de sus exparejas. Es gente que trabaja todo el día. Entonces los chicos se quedan solos. No hay quien controle que se levanten a horario para ir a la escuela”, explica.

Ese contexto empieza a tironear a los chicos de las aulas. Brinatti desgrana escenas que se dan con frecuencia en la escuela: “La vengo a retirar para que me acompañe al hospital”, dice una mamá que viene a llevarse a su hija de 3° año a mitad de una clase. “Les agradezco que pongan clases de apoyo en contraturno, pero mi hija no puede venir porque tiene que cuidar a sus hermanos”, dice otra mamá. “Anoche trabajé hasta tarde y me quedé dormido”, dice un chico que llega tarde. “Falté porque tuve que acompañar a mi papá a la obra”, dice otro.

“La vida de estos chicos está llena de obstáculos. Entonces, en algún momento piensan: ‘Si en mi casa nadie terminó el secundario, yo podría ser el primero en terminar. Pero también podría no terminarlo’, Uno tiende a reproducir lo que vive en su casa. Correrse de lo que está tan naturalizado en el entorno en el que viven es muy difícil para estos chicos”, reflexiona la docente.

“Que no haya pobreza en lo que se les ofrece en las aulas”

“A juzgar por las escasas políticas que hay para los adolescentes, el Estado parece plantear que la terminalidad escolar es un problema de ellos y no de lo poco que se les ofrece para lograrlo”, reflexiona Ianina Tuñón. Y sigue: “Hay estadísticas que miden la pobreza infantil hasta los 14 años, como si a partir de esa edad el chico fuera un adulto”. La escasa batería de programas orientados a la terminalidad educativa refuerzan esta idea. “Las transferencias de ingresos no son nada significativas como para hacer la diferencia frente a la changa o a otras estrategias de supervivencia que se dan en el marco de la ilegalidad”, compara la especialista.

LA NACION consultó a la Secretaría de Educación, que depende del Ministerio de Capital Humano de la Nación, sobre los planes para promover la terminalidad del secundario. Mencionaron las becas Progresar, una ayuda para chicos de 16 años en adelante que era de 20.000 pesos mensuales y a partir de este mes aumentó a 35.000. En septiembre, llegaba a 466.923 adolescentes. El organismo también destacó los vouchers educativos, una subvención para que familias de bajos recursos puedan pagar parte de la cuota de un colegio privado, iniciativa que llega a 329.089 estudiantes. Además, enumeraron el plan FinEs Deudores, destinado a los jóvenes que terminaron de cursar pero tienen materias previas. El organismo evitó referirse a las posibilidades de reforzar estas iniciativas.

Ante este panorama, y cuando los informes de pobreza gritan que siete de cada diez chicos son pobres, ¿cómo hacer para que las trayectorias educativas en los barrios más pobres no sean una carrera perdida, ahí donde más se necesita, justamente, la movilidad social a través de la educación? Parte de las claves están en el aula.

Esteban Torre, de Cippec, enumera una serie de recursos como becas, programas de prevención del embarazo en la adolescencia y un acercamiento desde la escuela más personalizado, que vaya caso por caso, con tutorías que hagan foco, especialmente en lengua y matemática. “La prevención también es clave. Hay comportamientos que son predictores del abandono escolar, como la sobreedad, la repitencia o que un chico empiece a faltar mucho”, describe.

Tuñón coincide en que la escuela cuenta con herramientas para nivelar la cancha para quienes parecen haber nacido con el partido perdido. Algo que, a su parecer, no está ocurriendo lo suficiente. “Si estos chicos logran egresar y continuar estudiando, llegan a los niveles superiores sin saber manejar una computadora, porque se pasaron los cinco años del nivel medio haciendo la tarea desde el celular”, plantea.

Entonces, enumera una serie de acciones con las que las escuelas podrían marcar la diferencia. “Darles acceso a computadoras, a internet, promover el comportamiento lector y también la realización de actividades físicas. En definitiva, que no haya pobreza en lo que se les ofrece en las aulas sino todo lo contrario: que los mayores recursos estén puestos sobre los que menos tienen, que son quienes más los necesitan”, concluye.

A pesar de esta realidad, los sueños de los chicos de los barrios más pobres de la Argentina persisten. En La Cava, Tomás, el nuevo empleado de la barbería más popular del lugar, se ilusiona con terminar la escuela para darle una satisfacción a Sara, la abuela que lo crió. A 30 kilómetros de distancia, en Soldati, mientras Manuel se informa sobre una tecnicatura en Enfermería, su sueño anida en otro lugar: en la Facultad de Medicina.

–Imaginate que me llamen doctor Manuel –fantasea–. Suena lindo, ¿no?