La materia que Argentina se sigue llevando a marzo
Los resultados son demoledores: para el 92% de los encuestados, la Justicia argentina funciona mal. “Pésimo” contestó el 58,9%, “regular”, dijo el 33%, “bueno” respondió apenas el 5,5% y un escuálido 2% consideró que era “muy bueno”.
Entre las principales problemáticas no atendidas por la Justicia, los consultados señalaron en primer término la inseguridad ciudadana, seguidas por la corrupción y una Justicia independiente y de calidad. A la hora de consignar reclamos aparecieron los tiempos de la Justicia, las demoras, la necesidad de transparencia y de independencia del Poder Judicial.
Interrogados acerca de qué actitud toman cuando la Justicia no llega a tiempo, el 67% respondió que se dirige a otras instituciones; el 22,3%, que acepta la situación y un alarmante 10,7% admitió que encara directamente el asunto, o sea, hace justicia por mano propia.
El trabajo, que publicó Clarín días pasados, fue llevado adelante por el Laboratorio de Innovación Judicial de la Suprema Corte de Mendoza y es altamente revelador: un poder que debe basarse sobre la confianza aparece absolutamente deslegitimado y desprestigiado a los ojos de aquellos a quienes debe servir y por cuya protección debe velar, garantizando principios básicos como el de igualdad ante la ley, acceso y resolución justa de los conflictos, imparcialidad, independencia de los poderes de turno y de cualquier injerencia de la política, seguridad jurídica y la capacidad de accionar alejándonos del imperio de la ley de la selva.
Lo peor de estas conclusiones es que ni siquiera son nuevas. Un repaso por distintas mediciones, como el Indice de Confianza en la Justicia, de Fores y la Universidad Di Tella, revela que, con ligeros matices, la Justicia argentina presenta casi idéntico diagnóstico desde hace décadas.
En una columna en el diario La Nación, años atrás, Marita Carballo, presidenta de la consultora Voices!, recordaba una investigación que había dirigido en Gallup en el primer semestre de 1998 entre jueces nacionales, en la que señalaba, como conclusión del estudio “que los mismos jueces reconocían ampliamente el descrédito de la Justicia a los ojos de la gente”. Entre las principales causas, lo atribuían, según Carballo, a los propios jueces, a los medios de comunicación, a la dependencia de la Justicia respecto del poder político y a la lentitud y la burocracia en la resolución de conflictos.
Veintisiete años más tarde, el panorama no parece haber cambiado. ¿Quién se hace eco y quién se hace cargo? El país necesita, de manera imperiosa, que lleguen inversiones. Para llegar, esas inversiones demandan garantías, seguridad jurídica, normas de juego claras y sostenidas en el tiempo. Para que una sociedad pueda desarrollarse de manera pacífica y productiva se requiere de ciudadanos dispuestos a cumplir con la ley.
Para que eso ocurra es preciso que haya una Justicia que sancione a quienes la incumplen. Que haya una real igualdad, que haya respuestas justas, que no dé lo mismo violar la ley que acatarla. Que la administración de Justicia y el nombramiento de jueces no sea un toma y daca de la política. Que quienes lleguen a la función pública lo hagan con “ficha limpia”, sin salpicaduras, ni manchas, ni sospechas de corrupción. Que cuando estas aparezcan esos funcionarios sean separados de sus cargos hasta que demuestren su inocencia. Que cualquier acto de corrupción sea juzgado y castigado. Que a nadie le queden dudas al respecto.
Que se cumpla aquello que proclamaba Roosevelt: “Ningún hombre está por encima de la ley ni por debajo de ella; ni pedimos permiso a nadie cuando le exigimos que la obedezca. La obediencia a la ley se exige como un derecho, no se pide como un favor”.